Saliendo de Nantes y poniendo rumbo al noroeste, a unos 120km llegamos a la ciudad de Vannes, una de las principales del departamento de Morbihan, en la región celta francesa de la Bretaña. Es la principal ciudad de la zona del Golfo de Morbihan, orgullo de los bretones.
El plan de viaje es sencillo: tres días para conocer esta bahía prácticamente cerrada y salpicada de islas, cuya apertura al mar es de apenas 1km y sin embargo en coche distan más de 70km entre los dos puntos. Nos han prometido que aquí encontraríamos pueblos bonitos, pescado y marisco y unos paisajes increíbles. Nadie nos ha prometido que va a hacer buen tiempo, pero a estas alturas tampoco lo esperábamos.
Vannes es bonita, pero sin pasarse. Casco antiguo amurallado que se puede ver en una hora, casas antiguas con fachadas decoradas con maderas pintadas de colores, calles estrechas y empinadas y abajo del todo, un puerto marítimo nuevo agradable, con unos barcos de vela que dejan claro a qué se dedican aquí los domingos. Llegamos tarde, lo justo para comer, dar un paseo y darnos cuenta de que si el sol no asoma, no tiene sentido que nos quedemos mucho más tiempo aquí.
Después seguimos por la carretera hasta casi bordear el golfo por completo para llegar al pueblo de Auray, más pequeño que Vannes pero que merece más la pena. Atravesado por el meandro de un río, aquí tenemos probablemente la foto más bonita de los pueblos de la zona, aunque el cielo gris no acompañe. De nuevo calles estrechas peatonales, sólo que esta vez resulta que el pueblo es conocido por la cantidad de pintores y escultores que lo habitan. Hay pequeñas galerías en todos los rincones que presentan sus obras.
El segundo día nuestro plan consiste en hacer un crucero por el interior del golfo (a unos 25€ por persona) con el tiempo suficiente para pasearnos por una de las islas interiores. Resulta que de la treintena de islas habitables, sólo las dos más grandes son públicas (île d’Arz y île aux Moines), mientras que el resto son privadas. Decidimos ir a la segunda, que es la más grande (unos 20 km de perímetro costero).
Dejamos el coche en Port Navalo y durante una hora el barco se divierte pasando por entre las principales islas de la parte más exterior del golfo. Finalmente nos deja en el puerta de isla en la que, si mal no hemos entendido, el número de habitantes pasa de 650 en invierno a más de 100.000 en verano (¡!). De nuevo es una pena que el sol sea tímido y apenas nos salude, porque tanto el paisaje interior del golfo como la propia isla merecen la pena. Uno tiene la sensación de estar dentro de un lago inmenso (aunque nunca se llega a perder de vista la costa) salpicado por multitud de pequeñas islas entre las que se podría pasar a nado si no fuera por el intenso tráfico de veleros, catamaranes y pequeñas motoras que pululan por el golfo sin rumbo fijo aparente. En cuanto a la isla, tres horas nos bastan para darnos un paseo por casi toda su línea costera, aunque podríamos haber pasado el día entero de cala en cala.
A la vuelta el barco se da más prisa y en media hora nos deja en el punto de partida. Aprovechamos para tomar algo en el puerto más grande que vamos a ver, el de Crouesty, de nuevo una marina deportiva con no pocos veleros de más de cincuenta pies. Una vez hemos recuperado las fuerzas, recorremos con el coche el resto de la península de Rhuys, incluido el castillo restaurado de Suscinio, uno de los atractivos turísticos de todo el golfo, parece ser.
El tercer y último día volvemos a rodear todo el golfo por la carretera para llegar hasta Carnac, donde se puede visitar el yacimiento megalítico más extenso del mundo: los alineamientos de Carnac (Alignements de Carnac). Que nadie me pregunte por qué los antecesores de los bretones se dedicaban a poner piedras de pie a lo largo de varias filas paralelas que alcanzan varios kilómetros. No muy lejos del yacimiento se pueden visitar varios túmulos. Todo muy “El Señor de los Anillos”, si no fuera porque la entrada cuesta un euro (cajita con cartel sobre una mesa sin nadie vigilando) y la gestión la llevan los del restaurante indio de enfrente, bretones de Bombay de toda la vida, al parecer.
Abandonamos a todas estas piedras puestas de pie, o unas encima de otras o incluso unas encima de otras y mezcladas con barro y arenas para formar cúpulas para visitar la península de Quiberon, extremo oeste de la región del golfo, aunque ya no forme parte del golfo en sí. En sus playas occidentales el windsurf y el kite se practican de forma habitual, y a juzgar por la inclinación permanente e irreversible de los árboles que quedan por ahí no resulta de extrañar. Más al sur, hacia el final de la península, el terreno de la costa oeste se eleva y se vuelve agreste, formando pequeños acantilados, para dar forma a lo que los lugareños llaman la Côte Sauvage, o Costa Salvaje. Frente a nosotros la Belle île y más allá, el océano.
En el poco tiempo que nos queda nos da tiempo a pasar por la punta del golfo opuesta a Port Navalo, donde se sitúa el pueblo de Locmariaquer, más turístico que pesquero a pesar de la publicidad pero que guarda unas vistas envidiables de la parte interior del golfo.
2 comentarios:
¿su propia cola? ¿en serio? la meca-cola tenía un pase, pero esto....
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