lunes, junio 17, 2013

Nantes 5: Le mystère du serpent

El tiempo pasa rápido cuando uno es nuevo. Bueno, y cuando uno no lo es también, pero esa es otra historia. Tres meses pasan ya de mi llegada a la ciudad, y apenas he llegado. No puedo decir que conozca a mucha gente, ni muchos bares, ni los pueblos de alrededor ni la gastronomía típica. Tampoco se puede decir que domine mi nuevo trabajo, así que esa sensación de eterno aprendizaje, de guiri, en la que se supone que es mi propia casa, contribuye a que los días vuelen sin dejar poso alguno aparente.

Llega a ser sorprendente los pocos contactos que se deben realizar con otros seres humanos cuando uno elige el anonimato como estrategia, y es que se limitan a contactos pagados: camareros, dependientas de supermercado, algún mecánico y alguna dependienta de una tienda de ropa son las pocas personas que pueden dar cuenta de mi presencia aquí, al margen de mis compañeros de trabajo, claro está, pero una relación estrictamente profesional tampoco lleva a conocer a una persona. Allí ni vestimos ni nos comportamos como lo hacemos habitualmente, así que en cierto sentido no dejamos de ser actores durante esas ocho horas diarias. Pero todo esto poco importa.

Empiezo a pensar que precisamente ese puede ser la razón por la que me han elegido. Ignoro el propósito de la elección, pero ya no puedo negar que efectivamente cuentan conmigo. He dedicado cierto a tiempo a auditarme a mí mismo y no he conseguido encontrar nada destacable: no soy especialmente fuerte, ni mucho menos listo, no soy hábil con las manos, no tengo contactos con gente importante ni poseo acceso a información privilegiada y el dinero, como a casi todos, me queda muy lejos; además no conozco la región, no puedo pasar por alguien de aquí... “¿Qué puedo aportar entonces yo a Transparence?” me he preguntado varias veces, y sólo he llegado a una posible respuesta: el anonimato.

***

Prueba de ello fue mi última misión. El móvil me despertó un sábado a las cinco y media de la mañana con un mensaje enviado desde un número oculto:
« Investigue suceso extraño. Localización: Saint-Brévin-les-Pins / Pointe de Mindin. S »
Comprendí el mensaje por el final. Primero me embargó una extraña emoción al imaginar que esa “S” no era sino la firma de Soizic. Después, bajé la cabeza avergonzado al darme cuenta de que había caído en un juego infantil. La “S de Soizic”, era la firma de Transparence, no de ella. La seguían utilizando como reclamo para atraer mi atención, pero no era ella. No podía ser.

Sin más instrucciones que las del mensaje y sin que Internet pareciera tener noticias recientes sobre la Pointe de Mindin de St Brévin-les-Pins, me levanté sin despertar a mi pareja y conduje a través de la noche los cincuenta kilómetros que me separaban de la desembocadura del Loira, hasta la punta de Mindin. Cuando llegué, el sol empezaba a insinuar su presencia, pero nada más se movía. Dejé el coche en el aparcamiento principal de aquello que era St Brévin-les-Pins en el mapa, pero en la realidad no parecían más que una veintena de casas, dos bares y un pequeño puerto, todo ello bajo el imponente puente de St-Nazaire. Al otro lado de la desembocadura, la población del mismo nombre vigilaba. Empecé a dar vueltas en círculos alrededor del aparcamiento, cada vez más amplias, tratando de ver algo que me llamara la atención hasta que vi una luz azul, de un coche de policía, que giraba tras unos árboles en lo que parecía ser un paseo marítimo. Me acerqué hasta que lo vi.














El coche de policía intentaba cortar el paso, cruzado en la acera. Dos policías caminaban por la arena sin rumbo fijo aparente y un perro ladraba desesperadamente en todas direcciones. Un poco más atrás vi a su dueño. No había nadie más y nadie pareció reparar en mí, absortos como estaban en la contemplación de aquella criatura o mejor dicho, de sus restos. No sé si me sorprendió más el tamaño de aquella serpiente o el hecho de que fuera un mero esqueleto lo que se había quedado varado en la orilla, pero comprendí que la sorpresa no era lo que Transparence esperaba de mí. Desde mi desconocimiento absoluto de todo aquello, de mí sólo podían esperar una cosa: fotos. Ellos no esperaban de mí que hiciera preguntas. Saqué mi móvil e hice todas las que pude: con zoom, sin zoom, con más luz, con menos… sólo me abstuve de poner el flash.

El dueño del perro acabó a mi lado o yo al suyo, no sé bien, y de forma espontánea iniciamos una conversación inútil sobre el tema. Él sabía tanto como yo, o menos. De lo que le pude entender, su intuición le llevaba a inclinarse porque la criatura era pariente (si no el propio) monstruo del Lago Ness. Me encogí de hombros, aunque tampoco él preguntó mi opinión. Tras un silencio torpe e incómodo acerté a pedirle que me hiciera una foto con la serpiente, para no tener que responder a preguntas sobre mi carácter puramente turístico en aquel lugar. Después, se marchó para alivio de su perro, que por fin pudo perder de vista a aquel bicho. Aquel hombre tenía un aspecto bastante normal, nada que mereciera la pena recordarlo, salvo por un detalle. Cuando fue a poner la correa a su perro, vi que tenía una cicatriz en la muñeca izquierda, bajo el pulgar.


En total estuve una media hora rondando el lugar, aunque siempre mantuve la precaución de no acercarme demasiado a los restos de la criatura. Uno de los dos policías finalmente se acercó para preguntarme qué hacía allí, y para pedirme que me fuera sin esperar a escuchar la respuesta de la primera pregunta. Volví al coche y emprendí el camino de vuelta, cruzándome a la salida del pueblo con un convoy militar de una media docena de coches y carros. Paré a desayunar en una estación de servicio, que para mi sorpresa anunciaba disponer de wifi para los clientes. Me conecté con el teléfono, entré en mi página de usuario de Transparence y descubrí que disponía de una nueva opción: Archivos. Pude subir todas las fotos y cerré la sesión. Las borré del móvil y me llevé cuatro croissants de la estación de servicio. Regresé a casa cuando el sol ya había asomado por completo. Puse la cafetera en el fuego y me senté a esperar a que pitara. Había cumplido con mi trabajo y nadie más lo sabía, salvo S.