Sergio, como muchos otros chavales de provincias, se fue a Madrid a estudiar sus años universitarios. La facultad de periodismo de la capital de provincia de turno que le quedaba más cerca de casa no cubría sus expectativas, y mucho menos la capital en sí. Madrid se abría ante él como una puerta al infinito, donde se puede hacer de todo y uno nunca se cansa de ver cosas nuevas. Esto fue lo que le contó a sus padres y ellos le creyeron, o al menos le dejaron partir. Una vez allí, la falta de capital y la falta de ganas transformaron aquel anhelo en un simple hay más bares de los que te puedas imaginar, aunque tampoco aquello estaba mal.
Y fue en uno de ellos donde conoció a Estíbaliz. De Madrid de toda la vida, vivía cerca de la calle Princesa, y todas las mañanas de su vida, desde que era niña, se había despertado viendo por su ventana el Templo de Debod. Sus inquietudes de juventud (o la carencia de ellas) la habían llevado a estudiar Psicología. Estaba celebrando que había terminado los exámenes de febrero con unos amigos. El niño gusano tocaban en el escenario, y Sergio bebía con el codo apoyado en la barra. Ella llegó a su lado, le pidió al camarero un botellín y sacó un cigarrillo. Él le dio fuego.
Cuatro años después, habiendo terminado los dos la carrera y tras cuatro meses de búsqueda estéril de trabajo, los padres de Sergio se pusieron manos a la obra y tiraron de contactos para encontrarle un trabajo al chaval de comercial en una gran empresa local. Él tuvo que abandonar su sueño de ser el nuevo Iñaqui Gabilondo; ella aceptó probar la vida en un pueblo (de unos 200.000 habitantes) y su madre lloró un poco en la estación de tren. “Cuídamela, que es mi única hija” le recordó a un comprensible Sergio.
La vida en el pueblo (Estíbaliz tuvo que dejar de llamarlo así cuando vio que a los locales no les hacía mucha gracia) era placentera para los dos. No se podían negar los beneficios de vivir en una ciudad más pequeña: los pisos eran más baratos, las distancias más cortas, la relación con los vecinos más amistosa y cercana, y los bares y restaurantes mucho más accesibles. Sumando a todo esto que Sergio cobraba bien, aunque también es cierto que Estíbaliz tampoco tenía mucha suerte encontrando trabajo allí, se puede decir que disfrutaban la vida. Salían a tomar un vino casi a diario, solos o con los amigos de Sergio, que recibieron calurosamente a la extranjera, y cenaban fuera unas cuatro veces por semana. Durante el día, ella ocupaba su tiempo en hacer cursos a distancia, en buscar trabajo (y en eso sus suegros hacían lo que podían por ayudarla) y también se encargaba de más tareas domésticas. Él por su parte, aprendía el oficio poco a poco y le empezaba a picar e gusanillo de las ventas, los variables y las primas.
Tan bien les iba que al año decidieron comprarse una casita. En las afueras (pero claro, no muy lejos del centro) y además una verdadera casa, nada de esos pisos en los que se meten hoy en día los chavales en las ciudades, que parecen ataúdes. Tenían su jardincito, sus dos pisos y su azotea, y allí cabían ellos enteros con sus propiedades: la televisión, la nevera, la lavadora, un sofá, una mesa baja, una play 3, una wii, una cama, dos mesitas de noche, dos flexos y siete macetas de maría.
Otro año pasó y ya eran dos sin que Estíbaliz encontrara trabajo, lo que la llevó a pasar del agobio a la desesperación y más tarde y mirándolo por el lado bueno, al desdén que sentía ahora. Afortunadamente los ingresos de Sergio suplían con creces la falta de un segundo sueldo, y su progresión en la empresa era más que notable. El director comercial, amigo de la infancia de su padre bien lo sabía, y no había tenido que interceder lo más mínimo en su carrera; él sólo se había ganado un puesto a su lado, como comercial de exportaciones. El aspecto negativo de todo esto para Sergio y Estíbaliz era que ahora él debía viaja mucho, y cada mes se pasaba una semana fuera en algún país de Sudamerica. Fue a la vuelta de uno de sus viajes que Sergio le regaló a Estíbaliz un perro, Machete. Un precioso cachorro de American Stanford que se comía los pomos de las puertas y las patas de madera de las sillas (lo que arreglaron yendo una tarde al Ikea y comprando media docena de sillas plegables de plástico). Dormía fuera en el jardín (que juguetonamente barrió a la segunda semana y permitió que lo cambiaran por un césped artificial mucho más agradable) salvo la semana que Sergió viajaba, en la que Estíbaliz lo dejaba entrar a dormir para que le hiciera compañía.
Al tercer año la pareja estaba sumida en una más que envidiable estabilidad. Él tenía su buen trabajo, con lo que ella no necesitaba trabajar; una señora les ayudaba con la casa un par de veces por semana y para comer se las apañaban como podían, tirando de los tupper que la madre de Sergio les tenía preparados todos los domingos, día de comida familiar. Machete ya era todo un perro, al que tenían que sacar con su bozal y su correa cogida al cinturón para que no se escapara y triturara cualquier cosa que se le cruzase a su paso. Sergio tenía que viajar cada vez más y los fines de semana que pasaba en casa necesitaba juntarse con sus amigos, cosa que Estíbaliz comprendía. Allí se juntaban media docena de chavales con bandejas de maría, diez litronas en la nevera y el motero de Telepizza que se sabía el camino de memoria. Entre semana Estíbaliz había conseguido terminar el wii sports, el wii sports academy y el wii sports masters gold academy, además de haber conseguido siete medallas de oro en su granja de facebook por su excedentes productivos de zanahorias, maíz y ovejas. Había adquirido la agradable costumbre de tener siempre una botella de vino blanco abierta en la cocina, para cocinar. Los sábados, Sergio y sus amigos habían conseguido que el Barcelona, ascendido a país, ganase el mundial de fútbol en doce ediciones consecutivas, el primer equipo en ganar todos los campeonatos mundiales de medio siglo, un récord histórico sin duda alguna. La vida les sonreía, pensaban al acostarse por las noches.
Cierto viernes por la tarde, Sergio llegó a casa y se encontró a Machete en el salón. Debía de llevar unas cuantas horas encerrado en la casa, porque había tenido tiempo de comerse una pizza (con caja de cartón incluida), abrir la carcasa de la play, esparcir los cogollos por todo el salón y mearse en el sofá. Un mando de la wii nunca llegó a aparecer. Machete, visiblemente relajado, mordisqueaba los restos de un nota que Sergio sólo se atrevió a hojear una vez el perro se hubo cansado. La cogió haciendo pinza con dos dedos, como si aquella nota babada fuera una prueba en la escena del crimen. Ya sólo se podía leer una frase: “… y tampoco me escribas.
Estíbaliz”
Al día siguiente el F.C.Barcelona conquistó su decimotercer mundial de fútbol consecutivo.
Mostrando entradas con la etiqueta Elige tu propia aventura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Elige tu propia aventura. Mostrar todas las entradas
martes, mayo 03, 2011
martes, marzo 16, 2010
Elige tu propia aventura. Vacaciones en la Sierra de Cazorla II
9: Sigues las indicaciones que os han dado para coger el atajo “bueno pero peligroso”, y éste resulta ser una pista de tierra de tres metros de ancho, con un primer tramo de subida y otro segundo de bajada, tras culminar un pequeño puerto, siempre protegidos por un denso pinar. Os habían prometido que las lluvias recientes habían causado estragos en la pista pero no es así. Tales son las condiciones de la pista, que al rato os encontráis con una enorme berlina alemana aparcada en medio, bloqueándola a pesar de su anchura.
Como no parece que haya nadie dentro del coche, pitáis con cuidado para haceros oír sin ser demasiado estruendosos. Os sorprendéis del atronador claxon del todoterreno y escucháis volar a una bandada de pájaros. Al minuto aparece una pareja despeinada y a medio vestir por entre los árboles, os pide perdón y arrancan. Vosotros les seguís hasta llegar a un cruce que os obliga a tomar una decisión.
Si te apetece visitar el Centro de Interpretación del Parque, vete al capítulo 5.
Si quieres continuar por la pista hasta el nacimiento del Guadalquivir, adelanta hasta el capítulo 12.
10: Seguís por la carretera hacia la Cerrada del Utrero hasta que os encontráis con un cartel que indica que habéis llegado. La senda parte de una curva de la carretera, y a su vera hay un bar (cerrado a cal y canto) rodeado por un improvisado parking con decenas de coches aparcados en los arcenes colindantes. El gentío va y viene, y es muy variopinto. Tacones, botas de monte, jerseys al hombro, camisas de leñador, perlas, gafas de sol, pantalones vaqueros y camisetas del Betis. Comenzáis a andar por la senda, y la variedad de ruidos humanos os impiden dejaros llevar por el paisaje. El camino, que rodea un cerro, enlaza con la bajada de Guadalquivir, que en este punto ya baja con una fuerza considerable y forma cascadas y desfiladeros. La gente por su parte, va escuchando canciones en su teléfono móvil, le pide a gritos a su hijo que no corra, que no salte y que no mire y saca fotos. La palabra romería se te pasa por la cabeza, pero al pensar que formas parte de lo mismo no llegas a pronunciarla. Por fin, llegáis al punto en que camino y río se juntan. Reconoces que el paisaje es hermoso, pero eres incapaz de pararte a disfrutarlo con tanto gentío. Decidís comer y esperar a que el sitio se despeje, pero la gente no parece marcharse: Tenéis que tomar una decisión.
Si esperáis a que la gente se vaya para disfrutar del sitio, y os quedáis al lado de la cascada unas tres horas continúa en el capítulo 15.
Si por el contrario decidís volver ya al hotel, vuelve al capítulo 8.
11: Aparcáis el coche tras un par de kilómetros, en un aparcamiento con cabida para unos doscientos coches, a medio ocupar. Seguís los carteles indicadores, al igual que otras treinta personas que caminan con vosotros. Iniciáis la ruta al atravesar una barra que corta el tráfico a los vehículos de motor. De todas formas, la pista está acondicionada para el paso de vehículos, así que los primeros pasos son cómodos, y además poco a poco el camino se va despejando de gente. A medida que os adentráis en la garganta el paisaje se va volviendo más agreste, más salvaje, y al cabo de una media hora de camino, os desviáis de la pista para adentraros en una senda señalada.
Continúa por la garganta del Borosa en el capítulo 13.
12: Tras libraros de la berlina en el cruce, seguís por la ancha pista que por momentos se complica y estrecha. Ahora la cosa se pone emocionante y lo sientes. Le dices algo parecido a tu pareja, que no parece estar gozando del viaje tanto como tú. Las curvas se suceden tan rápido que la visibilidad es prácticamente nula, árboles al frente y árboles por los tres retrovisores; sentir que controlas el coche y el camino te produce un secreto regocijo. Bajas la ventanilla del coche y respiras hondo, no hay nada como respirar aire puro. Afinas el oído a través del rugido del motor y adivinas que poco se esconde más allá: si acaso el arroyo que ha de ser el Guadalquivir a estas alturas de su recorrido, y algún que otro avecilla. Notas un gusto a humedad en el ambiente, sientes que estáis cerca del nacimiento y un cartel te lo confirma: “Nacimiento del Guadalquivir, 150mts.” Estás a punto de gritar de júbilo cuando giras la última curva, pero algo te lo impide. No puedes creer lo que tienes ante ti.
Continúa en el capítulo 14.
13: La senda, estrecha, vadea el río por ambas riberas, cruzando de una a otra por puentes. A medida que avanzáis la garganta se va estrechando y el río va ganando fuerza. El paisaje es una justa recompensa a todo el viaje.
Os paráis aquí y allá, admiráis flores y arbustos que crecen en lugares insospechados, piedras que supuran agua fresca, remansos del río, rápidos… hasta que os dais cuenta de que habéis perdido la noción del tiempo y de que toca regresar, pues ya empieza a oscurecer.
Continúa en el capítulo 15.
14: Tus ojos no dan crédito a lo que están viendo, y es que ante vosotros están aparcados una docena de todoterrenos, blancos todos ellos, con el mismo rótulo impreso en el lateral: “Rutas Turísticas Arturo: Elige tu Propia Aventura.” Aparcáis el coche al lado y camináis unos metros por la única senda que se vislumbra, no apta ya para los 4x4. A los pocos metros ya comenzáis a escuchar un rumor lejano, que poco a poco se va aclarando hasta convertirse en un inconfundible coro de voces. Para cuando alcanzáis a verlos la estampa ya no os sorprende, y es que delante de vosotros se presenta un grupo de unos cincuenta jubilados en zapatillas blancas y chándal. Algunos se están haciendo fotos, otros comen manzanas, los de más allá se lavan la cara en lo que probablemente sea el nacimiento del Guadalquivir, y dos mujeres, muy próximas a vosotros, están sentadas sobre una roca acariciándose la espalda con gesto de cansancio.
- ¡Venga jóvenes! ¡Probad el agua que está fresquísima! –os dice una de ellas.
Sonríes, bajas la cabeza y obedeces. Efectivamente está fresquísima. Efectivamente estáis en un paraje incomparable, salvaje, uno diría que casi está aún por descubrir.
- ¡Eh! ¡En el bar de ahí detrás tienen cervecita! ¡Que le den a la fuente! –exclama un hombre de la que entra en escena. Lleva tres latas de Cruzcampo en las manos.
Vuelves a obedecer, y tomando cervecitas te dan las ocho de la tarde. Tu pareja te pregunta que por qué estás tan callado, pero no sabes bien qué responder y apenas aciertas a decir que simplemente estás disfrutando de la Naturaleza. A la vuelta no puedes conducir, y te toca ir de copiloto. Os acostáis pronto.
Continúa en el capítulo 8.
15: Volvéis al coche deprisa porque ya está atardeciendo y no queréis que la noche os pille perdidos por estas pistas y carreteras. Una vez en el parking, al ver que todavía quedan otros coches, os cambiáis de ropa tranquilamente, merendáis y descansáis un poco para reponer fuerzas hasta que al poco tiempo, no sabéis cuánto pero no mucho, notáis que el resto de coches se han ido y nuevamente os habéis quedado rezagados. Subís al coche y emprendéis la marcha, ahora sí, para abandonar el Parque Natural de la Sierra de Cazorla.
Pero a los pocos cientos de metros algo ocurre. Se enciende un piloto del salpicadero, fallo en la inyección. Escasos metros más adelante el acelerador deja de funcionar y os veis obligados a parar. Ni siquiera os echáis a un lado, ya que al fin y al cabo no queda nadie más por volver por ese camino. Al abrir el capot del coche no veis nada raro, pero al intentar volver a arrancar el coche no podéis, parece que también hay un fallo eléctrico. Miráis alrededor mientras cogéis aire y os dais cuenta de que es más oscuro de lo que parecía, la noche se echa encima rápido en el valle. Buscáis en la guantera el teléfono móvil pero no hay cobertura. El teléfono de vuestra pareja tampoco da línea. Cerráis las puertas, intentáis arrancar el coche varias veces sin suerte y llenos de rabia perdéis la cuenta del número de intentos, hasta que vuestro copiloto posa una mano en vuestro hombro para calmaros. Os detenéis y os dejáis caer rendidos sobre el respaldo del asiento. Parece que reina el silencio, hasta que poco a poco el oído se va a acostumbrando a la penumbra y el vacío del entorno. Efectivamente, no estáis solos.
Como no parece que haya nadie dentro del coche, pitáis con cuidado para haceros oír sin ser demasiado estruendosos. Os sorprendéis del atronador claxon del todoterreno y escucháis volar a una bandada de pájaros. Al minuto aparece una pareja despeinada y a medio vestir por entre los árboles, os pide perdón y arrancan. Vosotros les seguís hasta llegar a un cruce que os obliga a tomar una decisión.
Si te apetece visitar el Centro de Interpretación del Parque, vete al capítulo 5.
Si quieres continuar por la pista hasta el nacimiento del Guadalquivir, adelanta hasta el capítulo 12.
10: Seguís por la carretera hacia la Cerrada del Utrero hasta que os encontráis con un cartel que indica que habéis llegado. La senda parte de una curva de la carretera, y a su vera hay un bar (cerrado a cal y canto) rodeado por un improvisado parking con decenas de coches aparcados en los arcenes colindantes. El gentío va y viene, y es muy variopinto. Tacones, botas de monte, jerseys al hombro, camisas de leñador, perlas, gafas de sol, pantalones vaqueros y camisetas del Betis. Comenzáis a andar por la senda, y la variedad de ruidos humanos os impiden dejaros llevar por el paisaje. El camino, que rodea un cerro, enlaza con la bajada de Guadalquivir, que en este punto ya baja con una fuerza considerable y forma cascadas y desfiladeros. La gente por su parte, va escuchando canciones en su teléfono móvil, le pide a gritos a su hijo que no corra, que no salte y que no mire y saca fotos. La palabra romería se te pasa por la cabeza, pero al pensar que formas parte de lo mismo no llegas a pronunciarla. Por fin, llegáis al punto en que camino y río se juntan. Reconoces que el paisaje es hermoso, pero eres incapaz de pararte a disfrutarlo con tanto gentío. Decidís comer y esperar a que el sitio se despeje, pero la gente no parece marcharse: Tenéis que tomar una decisión.
Si esperáis a que la gente se vaya para disfrutar del sitio, y os quedáis al lado de la cascada unas tres horas continúa en el capítulo 15.
Si por el contrario decidís volver ya al hotel, vuelve al capítulo 8.
11: Aparcáis el coche tras un par de kilómetros, en un aparcamiento con cabida para unos doscientos coches, a medio ocupar. Seguís los carteles indicadores, al igual que otras treinta personas que caminan con vosotros. Iniciáis la ruta al atravesar una barra que corta el tráfico a los vehículos de motor. De todas formas, la pista está acondicionada para el paso de vehículos, así que los primeros pasos son cómodos, y además poco a poco el camino se va despejando de gente. A medida que os adentráis en la garganta el paisaje se va volviendo más agreste, más salvaje, y al cabo de una media hora de camino, os desviáis de la pista para adentraros en una senda señalada.
Continúa por la garganta del Borosa en el capítulo 13.
12: Tras libraros de la berlina en el cruce, seguís por la ancha pista que por momentos se complica y estrecha. Ahora la cosa se pone emocionante y lo sientes. Le dices algo parecido a tu pareja, que no parece estar gozando del viaje tanto como tú. Las curvas se suceden tan rápido que la visibilidad es prácticamente nula, árboles al frente y árboles por los tres retrovisores; sentir que controlas el coche y el camino te produce un secreto regocijo. Bajas la ventanilla del coche y respiras hondo, no hay nada como respirar aire puro. Afinas el oído a través del rugido del motor y adivinas que poco se esconde más allá: si acaso el arroyo que ha de ser el Guadalquivir a estas alturas de su recorrido, y algún que otro avecilla. Notas un gusto a humedad en el ambiente, sientes que estáis cerca del nacimiento y un cartel te lo confirma: “Nacimiento del Guadalquivir, 150mts.” Estás a punto de gritar de júbilo cuando giras la última curva, pero algo te lo impide. No puedes creer lo que tienes ante ti.
Continúa en el capítulo 14.
13: La senda, estrecha, vadea el río por ambas riberas, cruzando de una a otra por puentes. A medida que avanzáis la garganta se va estrechando y el río va ganando fuerza. El paisaje es una justa recompensa a todo el viaje.

Continúa en el capítulo 15.
14: Tus ojos no dan crédito a lo que están viendo, y es que ante vosotros están aparcados una docena de todoterrenos, blancos todos ellos, con el mismo rótulo impreso en el lateral: “Rutas Turísticas Arturo: Elige tu Propia Aventura.” Aparcáis el coche al lado y camináis unos metros por la única senda que se vislumbra, no apta ya para los 4x4. A los pocos metros ya comenzáis a escuchar un rumor lejano, que poco a poco se va aclarando hasta convertirse en un inconfundible coro de voces. Para cuando alcanzáis a verlos la estampa ya no os sorprende, y es que delante de vosotros se presenta un grupo de unos cincuenta jubilados en zapatillas blancas y chándal. Algunos se están haciendo fotos, otros comen manzanas, los de más allá se lavan la cara en lo que probablemente sea el nacimiento del Guadalquivir, y dos mujeres, muy próximas a vosotros, están sentadas sobre una roca acariciándose la espalda con gesto de cansancio.
- ¡Venga jóvenes! ¡Probad el agua que está fresquísima! –os dice una de ellas.
Sonríes, bajas la cabeza y obedeces. Efectivamente está fresquísima. Efectivamente estáis en un paraje incomparable, salvaje, uno diría que casi está aún por descubrir.
- ¡Eh! ¡En el bar de ahí detrás tienen cervecita! ¡Que le den a la fuente! –exclama un hombre de la que entra en escena. Lleva tres latas de Cruzcampo en las manos.
Vuelves a obedecer, y tomando cervecitas te dan las ocho de la tarde. Tu pareja te pregunta que por qué estás tan callado, pero no sabes bien qué responder y apenas aciertas a decir que simplemente estás disfrutando de la Naturaleza. A la vuelta no puedes conducir, y te toca ir de copiloto. Os acostáis pronto.
Continúa en el capítulo 8.
15: Volvéis al coche deprisa porque ya está atardeciendo y no queréis que la noche os pille perdidos por estas pistas y carreteras. Una vez en el parking, al ver que todavía quedan otros coches, os cambiáis de ropa tranquilamente, merendáis y descansáis un poco para reponer fuerzas hasta que al poco tiempo, no sabéis cuánto pero no mucho, notáis que el resto de coches se han ido y nuevamente os habéis quedado rezagados. Subís al coche y emprendéis la marcha, ahora sí, para abandonar el Parque Natural de la Sierra de Cazorla.
Pero a los pocos cientos de metros algo ocurre. Se enciende un piloto del salpicadero, fallo en la inyección. Escasos metros más adelante el acelerador deja de funcionar y os veis obligados a parar. Ni siquiera os echáis a un lado, ya que al fin y al cabo no queda nadie más por volver por ese camino. Al abrir el capot del coche no veis nada raro, pero al intentar volver a arrancar el coche no podéis, parece que también hay un fallo eléctrico. Miráis alrededor mientras cogéis aire y os dais cuenta de que es más oscuro de lo que parecía, la noche se echa encima rápido en el valle. Buscáis en la guantera el teléfono móvil pero no hay cobertura. El teléfono de vuestra pareja tampoco da línea. Cerráis las puertas, intentáis arrancar el coche varias veces sin suerte y llenos de rabia perdéis la cuenta del número de intentos, hasta que vuestro copiloto posa una mano en vuestro hombro para calmaros. Os detenéis y os dejáis caer rendidos sobre el respaldo del asiento. Parece que reina el silencio, hasta que poco a poco el oído se va a acostumbrando a la penumbra y el vacío del entorno. Efectivamente, no estáis solos.
jueves, marzo 11, 2010
Elige tu propia aventura. Vacaciones en la Sierra de Cazorla

Viaje tranquilo, relajado, y al cabo de unas horas de coche llegáis al pueblo de Cazorla. Callejeáis un poco y encontráis vuestro hotel. La primera noche os dedicáis a dar un tranquilo paseo por el pueblo, disfrutando del aire del campo y de sus calles empedradas, pero os volvéis pronto para madrugar al día siguiente.
Amanece y tras desayunar os dirigís a la oficina de información y turismo. Recopiláis planos, folletos y panfletos, y entre todo lo que habéis recogido os llama la atención uno de alquiler de 4x4. La chica del mostrador os dice que el Parque Natural de la Sierra de Cazorla es interesante visitarlo en todoterreno, ya que hay muchas pistas de tierra habilitadas para ello y que además, con las lluvias recientes, no están en muy buenas condiciones para los turismos. ¿Qué haces?
Si alquilas el todoterreno vete al capítulo 2.
Si prefieres seguir con tu Peugeot continúa en el capítulo 3.
2: Le dices a la chica que os gustaría alquilar el todoterreno, y a la media hora os encontráis delante de esto.

Si cogéis “la agradable carretera de incomparables paisajes” vete al capítulo 4.
Si cogéis “el atajo bueno pero peligroso” vete al capítulo 9.
3: Confiáis en vuestro coche de toda la vida para vuestro fin de semana en la montaña, pero antes decidís conocer el pueblo. Como la tarde anterior había oscurecido demasiado pronto, os quedasteis con las ganas de visitarlo en condiciones. Lo primero de todo os dirigís al castillo que gobierna Cazorla, ya que desde ahí las vistas han de ser excepcionales. Curiosamente os encontráis con gente conocida que se ha acercado hasta Cazorla con el mismo plan que vosotros, y antes de despediros y desearos un buen fin de semana os recomiendan un sitio estupendo para comer platos típicos en la plaza empedrada situada bajo el castillo. Volvéis al pueblo y seguís paseando por las calles hasta que vuestras tripas empiezan a rugir. Os tomáis la cervecita de rigor y os planteáis qué hacer.
En caso de querer ir al parque para aprovechar el viaje (ya comeréis un bocadillo de camino), continúa leyendo el capítulo 4.
Si por el contrario, prefieres comer un buen plato de migas, vete al capítulo 6.
4: Cogéis la carretera que sube al puerto, para adentraros posteriormente en el esperado valle. Brilla el sol y efectivamente las vistas son magníficas. Mientras subís podéis contemplar los olivares de Jaén, y una vez comenzáis la bajada tras superar la cima, os adentráis en el denso pinar que ve nacer al Guadalquivir a diario. A medida que la carretera va descendiendo, se va perdiendo la visión del paisaje que os rodea y os adentráis en el bosque. La sinuosa carretera apenas te deja ver a más de una treintena de metros, y al mirar por el retrovisor la visibilidad es casi nula: el bosque os rodea. Al llegar al fondo del valle, un cruce te obliga a elegir camino.
Para ir al Centro de Interpretación del Parque, vete al capítulo 5.
Si por el contrario prefieres ir a la Cerrada del Utrero, vete al capítulo 10.
5: Para llegar al Centro de Interpretación, situado en el corazón del valle, atravesáis veinte kilómetros de árboles. Un par de casas y un parador que parece abandonado son las únicas notas discordantes. Finalmente la carretera llega a un claro extenso que os permite ver las montañas que os rodean, como si os hallarais en el fondo de una olla. En un extremo, un edificio grande, de madera, parecido a las cabañas del parque de Yellowstone. Al otro lado, un cartel que señala hacia La garganta del río Borosa. Miras sonriendo a tu pareja, tú sabes adónde quieres ir.
Si os quedáis en el Centro de Interpretación, vete al capítulo 7.
Para seguir la carretera hasta garganta, salta hasta el capítulo 11.
6: El mesón Cristina que os han recomendado vuestros amigos, situado en la Plaza Santa María, en un extremo del pueblo bajo el Castillo de la Yedra, es el sitio ideal. Al entrar te encuentras rodeado por el horno de leña, la chimenea, una barra en la que está Cristina (supones que es ella) y tras ella una espléndida colección de licores de la tierra. Os acompaña al comedor del primer piso el camarero, que junto con Cristina, vienen de Europa del Este (a juzgar por el acento).
- Yo ya ocho años en este país, y nunca tan poca gente como este año. Crisis mala. –te dice, y tu no puedes más que sonreírle y decirle que al menos vosotros habéis llegado hasta allí. Tú sonríes pero a él parece no haberle divertido tu comentario.
Coméis eternamente: un plato, dos platos, tres platos, postre, café y chupito… te sientes agotado, con ganas de dormir. Antes de pagar la cuenta observas como tu pareja cabecea, y lo siguiente que recuerdas es que te despiertas en medio de la noche, a oscuras completamente. No hay nadie más que tu pareja y tú. La despiertas, os miráis los bolsillos y están vacíos pero no importa, al menos os han dejado las llaves del coche. Bajáis corriendo y abres la puerta de un golpe, sin pensar. Corréis hasta el hotel, pedís la llave de la habitación pero la recepcionista dice no conoceros, no hay ninguna habitación a vuestro nombre. Suspiras. Tratas de reflexionar pero ni siquiera intentas discutir con ella, directamente os vais al coche a dormir el resto de la noche.
Continúa en el capítulo 8.
7: Entráis en el Centro y lo primero de todo os sorprende el tamaño del interior. Visto desde afuera parecía notablemente más pequeño. Frente a vosotros, un enorme plano indica todas las estancias del edificio: tienda de regalos, sala audiovisual, 2 salas de exposiciones, cafetería, restaurante, museo y por detrás del edificio, un zoo y un jardín botánico. Decidís tomar un café y al llegar a la cafetería resulta ser un Starbucks en toda regla. No sabíais que la cadena hubiese llegado al corazón del parque. Hay docenas de personas tomando todo tipo de frapuccinos, gente trajeada, grupos de amigas con carpetas y aspecto de universitarias, funcionarios, todo tipo de fauna.
Tras terminar vuestros cafés, decidís dar un paseo por el resto de estancias. Os defraudan las salas de exposiciones, vacías, y la sala de audiovisuales, con la pantalla encendida pero no reproduciendo más que ruido. El museo es aceptable aunque pequeño, y el botánico y el zoo están cerrados. Descartáis comprar nada en la tienda de regalos por ser todo demasiado claro y abandonáis el Centro para continuar la visita del parque, pero al salir sentís una extraña sensación: está amaneciendo. Miras el reloj y efectivamente lleváis 24 horas metidos ahí dentro, y tú habías estimado haber estado tan sólo unas dos o tres. Contrariado y aturdido, le dices a tu pareja que hay que emprender el camino de vuelta.
Continúa en el capítulo 8.
8: Se termina el fin de semana, toca volver a casa. Además preferís volver pronto, ya que al día siguiente trabajáis y hay que madrugar. Volvéis por la autopista tranquilos, disfrutando del viaje. Enciendes la radio y buscas alguna emisora en la que suenen canciones conocidas, de esas que los dos podéis tararear. Y así, mientras miras al frente y cantas una famosa canción noventera, meditas sobre el fin de semana que acabáis de pasar. Sonríes a tu pareja, y ella te devuelve la sonrisa como dándote la razón: sí, está bien volver a casa. Es una lástima que no hayáis podido conocer Cazorla a fondo; otra vez será.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)