domingo, diciembre 01, 2013

Nantes 7: On the beach/At the beach

La azafata me despertó cuando el avión ya había tomado tierra, se diría que ni siquiera habíamos volado. Sin embargo yo volví de un sitio muy lejano cuando ella comenzó a hablarme en susurros. Abandoné una penumbra lejana a medida que empezaba a procesar sus palabras:

- Sr. Cocodrilo, ya hemos llegado, puede levantarse. No se olvide de desabrocharse el cinturón antes de salir.

Así que me desperecé, incapaz de recordar lo que había soñado, y me uní al resto de pasajeros que hacían cola para salir. Una vez fuera del avión, mientras caminábamos hasta el edificio más cercano de aquel aeródromo desconocido para mí, una mano me cogió del brazo. La azafata que me había despertado me dijo:

- Su viaje no ha terminado aquí. El resto de sus compañeros se quedan, pero nosotros tenemos que coger otro vuelo, sígame.

Giramos noventa grados y nos dirigimos a un grupo de avionetas aparcadas al sol. Nos detuvimos en la única que estaba siendo inspeccionada por un hombre, al que inmediatamente me presentó como el capitán McConnell.

- How do you do son? Welcome on board! Hope you're not afraid to fly on this lovely piece of metal!

Patillas, ojos saltones y un tanto independientes tras las gafas, pelirrojo, narizón, boina escocesa y rubicundo. Uno nunca espera en su vida llegar a volar en una avioneta pilotada por don Pimpón.


Despegó la avioneta con nosotros tres dentro. Desde atrás, apenas podía oír las conversaciones que tenían con la radio de control y entre ellos, pero a cada poco McConnell se volvía hacia a mí y, sonriente, levantaba el pulgar hasta que yo le devolvía el gesto, momento en que volvía a coger los mandos de aquel inestable trasto. A la sexta vez que tuve que levantar mi pulgar sin entender qué estaba aceptando, le grité a la chica al oído que adónde íbamos. Me respondió que aunque se suponía que tenía que ser una sorpresa, en realidad ya podía decírmelo. Volvía a casa. Como recompensa por mi buen despeño en las misiones encomendadas, Soizic había decidido –en persona- organizar aquel pequeño viaje para que yo pudiera volver a visitar mi verdadero hogar. Ella ya lo había preparado todo y estaría esperándome allí. ¿Dónde? Pregunté. Allí, me respondió.

A los pocos minutos el piloto me hizo un ademán con la mano para que me acercara, y me explicó que antes de llegar a destino teníamos que hacer un pequeño recado por aquella zona. Miré abajo y tan sólo veía cultivos de cereales quemados por el sol. Ni rastro de un aeródromo por la zona. Hicimos algunas pasadas por un campo, volando muy a ras de suelo para soltar alguna carga, como una nube de polvo, así que le pregunté si estábamos fertilizando el campo. Me respondió que más o menos. Pasado un rato, y cuando ya comenzaba a aburrirme de tantas pasadas, la azafata señaló con emoción a un punto y acto seguido McConnell dirigió la avioneta hacia allí. Las intenciones que teníamos quedaron claras en cuanto la avioneta enfiló a aquel hombre parado en aquella carretera, en medio de la nada.

Hicimos una, dos, tres pasadas a ras de suelo, tratando de… ¿de atropellar a aquel hombre? Me pregunté si, técnicamente, los aviones también pueden atropellar, pero no se lo pregunté al concentrado Mr. McConnell y a la entregada azafata que no hacía más que corregirle y señalarle la nueva ubicación de aquel escurridizo señor, que por su parte no hacía más que correr por entre los maizales. Sin quererlo me respondieron cuando la azafata sacó una metralleta y abrió la ventanilla. Dos pasadas más casi bastaron para acabar con aquel hombre, pero conseguía escabullirse cada vez. Finalmente, lograron sacarlo de allí tirando una nueva descarga de aquel polvo fertilizante (o lo que fuera), lo que le obligó a salir a la carretera. Blanco fácil. Lo enfilamos, la azafata sacó la metralleta, y entonces me di cuenta de que por la carretera se acercaba un camión cisterna. “Esto ya me lo sé”, pensé, y avisé al piloto chillando como pude. Este lo entendió rápidamente y justo antes de impactar con el camión hizo un requiebro, la azafata disparó al camión y todo voló por los aires: el camión y aquel hombre. McConnell me volvió a sacar el pulgar, y le dijo a la azafata:

- You brought a good chap! He got us out of a good one down there!

El resto del viaje fue tranquilo. Sacaron un termo de café, bebimos todos y McConnell se dedicó a explicarnos cómo funcionaba aquel cacharro. Como yo no podía oírle, me dediqué a contemplar por la ventana aquel paisaje que iba reconociendo poco a poco, y según avanzábamos hacia el sur me resultaba cada vez más familiar. El sol empezaba a descender, las sombras de las colinas se alargaban y todo se volvía de color ocre. Intenté pensar en qué estaba pasando, en por qué me llevaban allí, a qué se habría referido con “mi hogar” y en quién me estaría esperando, pero estaba demasiado nervioso para llegar a alguna conclusión.

Aterrizamos en un aeródromo desconocido para mí; jamás había estado en aquel lugar al lado de la costa. Podía ver el mar, la playa, pero no se veía ninguna construcción en los alrededores –excepto las naves del aeródromo- ni nadie nos esperaba. Bajé del avión y ellos se quedaron. Se despidieron sonrientes, McConnell saludando con la mano y la azafata apuntando con el dedo hacia donde se suponía que yo tenía que ir. Hablaron a la vez. Él dijo “They’re on the beach, son!” y ella “she’s at the beach, waiting for you!” Miré y no vi nada.

- On the beach or at the beach? –les pregunté mientras avanzaba dudoso.

- It doesn’t matter! Just go! –respondieron al mismo tiempo, esta vez bien coordinados.

Pero allí no había nadie, ni nada. Tampoco reconocía aquel sitio. Caminé de lado a lado de la playa buscando algo, pero no había manera. Sol, mar y arena. La avioneta se había ido hacía tiempo. Me senté a contemplar la puesta de sol y entonces, cuando por fin desistí de buscar y me relajé, una voz de mujer me dijo: “Ves, ya lo has conseguido. Has llegado adónde querías. Aquí tienes todo lo que necesitas. No te faltará de nada y serás feliz. Disfrútalo.”

El sol se fue ocultando poco a poco tras la línea del horizonte. Parecía que se derretía lentamente, víctima de su propio calor, fundido por su propio esfuerzo. Fue justo antes de desaparecer por completo, con su último estertor, cuando emitió un tenue rayo verde, frío. Después todo se volvió oscuro y yo fui devuelto a la penumbra de la que había salido.

2 comentarios:

CaesarHec dijo...

Ni sexo ni naves espaciales. Tengo yo un amigu que te podría decir un par de coses sobre esti post...

srcocodrilo dijo...

Llevas razón, y tu amigo también... Tomo nota.