
Y después teníamos que pasar junto a los chigres y los merenderos, que estaban llenos de hombres bebiendo sidra y jugando a los bolos y a la llave. Y daba gusto oír el golpe de la bola contra las maderas de la bolera o el “clin” de la chapa al pegar en la llave. Y había un hombre cantando muy bien y papá dijo que por qué no nos sentábamos en una mesa de aquéllas a descansar un poco, y pidió sidra para todos, los niños también, y sentimos un picor burbujeante por dentro al beberla.
Bajo esta primera capa, Helena cuenta una historia de amor. Un amor adolescente, un primer Amor irracional y absoluto, pleno. Al niño protagonista se le abre un abanico de sentimientos sorprendente y el niño se siente desbordado. La inocencia, tan infravalorada hoy en día, es iluminada por esta nueva luz.
Y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol -¡el Sol!- roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz.
Es un cuento sensorial, en el que la acción carece de importancia. El autor nos ofrece un catálogo de sentimientos y sensaciones sin que importe el verbo. El libro huele, y cambia de color, y de temperatura y de textura. El lector es los sentidos del niño, que ya no es tan niño, permeable a todo lo que le rodea. Somos su vista, su tacto, su oído, su gusto, su olfato; él nos brinda la oportunidad de volver a descubrir lo que ya sabíamos, pero sin embargo habíamos olvidado. Esa capacidad de maravillarse con lo cotidiano y obvio.
Unos prados están llenos de rocío y otros ya llenos de sol y de amapolas. Olía a fresas de mayo y al sol azul.
Pero, sobretodo, Helena o el mar del verano es un relato sobre la pérdida de inocencia, es un relato sobre el abandono de la infancia y la entrada en el mundo adulto. Sencillamente estructurado, dos veranos distintos se separan por un invierno opresivo en un colegio de curas. La religión culpa y castiga y el verano libera. Tres capítulos que están escritos de forma distinta, con una narrativa que evoluciona, cada vez más elaborados y complejos, y en los que las percepciones del protagonista (nuestras percepciones) han madurado, son más precisas y agudas. Helena, la chica, es el catalizador de la reacción, de la transformación sin vuelta atrás. Ella obliga y ayuda al mismo tiempo. Cambiamos por ella, y gracias a ella.
Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: “Tengo miedo.” Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo, tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.
2 comentarios:
Bua! no veo el momento de que Moro tenga un fiu pa ir xuntos a tiralo a un pedreru........
jajajjajaja
eso sí que es pura lírica...
Publicar un comentario