Una pregunta, ¿y no has encontrado otro tema más interesante del que hablar? Bueno, es cierto que alguno más hay. Podíamos hablar del interminable y épico duelo entre Isner y Mahut, que jugaron durante casi doce horas un partido de Wimbledon a cinco sets que acabó 70-68 en el quinto; o de ese rumano que, enfadado con el público inglés, la emprendió a escupitajos con algunos tiernos espectadores. También podríamos hablar del nuevo y flamante fichaje del Sporting, Nacho Novo, y explicar que la verdadera razón por la que este gallego ha vuelto a España es que le han echado de Escocia tras beberse toda la cerveza que allí había, y era mucha (por favor, a los que vivís en Gijón, no dejéis de dar buena cuenta de sus hazañas. A ver cuántos cacharros promedia esta temporada). Pero nada de eso acapara mi pensamiento como las actuaciones de los jueces.
A estas alturas ya sabemos de qué hablamos: El primer gol de Argentina en los octavos de final frente a México fue en clamoroso fuera de juego, y para escarnio de los árbitros la repetición se vio en todo el campo; a los ingleses les impidieron empatar con Alemania al invalidar un gol que entró por más de medio metro, y en F1, un safety car salió en medio de la carrera, dividiendo a los coches entre los que se libraron de él y pudieron dar una vuelta rápido, y los que se tuvieron que quedar detrás, perdiendo en consecuencia hasta diez puestos en carrera.
La primera pregunta que me surge a la mente es: ¿Cómo? Es difícil de pensar como en plena revolución tecnológica, el fútbol dependa de las miradas de tres incautos, y la F1, en la que las conversaciones entre pilotos y equipo se pueden escuchar en tiempo real y todos los coches tienen limitador de velocidad, dependamos de un cochecito en pista para que todo el mundo sepa que tiene que frenar porque hay peligro en la pista. Esta pregunta es difícil de resolver, ya que la tecnología juega a favor de los jueces en casi cualquier deporte. Los árbitros de rugby pueden repetir jugadas en las pantallas y consultar con otro jueces que ven el partido desde una tribuna rodeados de pantallas, en tenis cuentan con sistema de cámaras que señala los botes de las bolas con una precisión de décimas de milímetros (y aunque no recibió buenas críticas al principio, todo el mundo lo respeta ahora). En definitiva, cuesta creer que los deportes profesionales de hoy en día, con los presupuestos que manejan, no se puedan aprovisionar de sistemas que les permitan tomar decisiones objetivas.
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Del tirón me viene una nueva pregunta a la cabeza; esta vez es ¿por qué? Si está claro que algunos deportes se pueden modernizar sin perjudicar ni al espectáculo ni al espectador, ¿por qué no se hace? Y como los reptiles somos absolutos admiradores de las teorías conspiratorias, lo vemos claro: la culpa es del negocio; del dinero. Tanto el fútbol como la F1 no son meros deportes, sino puro espectáculo, y por espectáculo quiero decir negocio: millones y millones. Sencillamente entiendo que, con todos los millones que Adidas y demás patrocinadores (natillas incluidas) han gastado en Messi o en Cristiano, no se puede asumir que éstos no triunfen. Y aún hay más, los escándalos por amaños en partidos para ganar apuestas son más que numerosos. Hacer negocio con esto es más fácil de lo que parece. A Argentina ya la metieron los árbitros en el mundial (descaradamente en los últimos partidos de la clasificatoria sudamericana), igual que a Francia (aunque poco pudieron hacer por ella en Sudáfrica, pero al menos consiguieron que todas las campeonas del mundo tomaran parte en el torneo), y si tuviera que apostar por un ganador del mundial, lo haría por Argentina. La respuesta es sencilla: todo el mundo conoce a Messi, es el futbolista más reconocido del planeta en estos momentos; quisiera que alguien me nombrara a dos o tres jugadores mexicanos.

En F1 el sistema funciona exactamente igual, y la normativa ambigua, que se renueva a medida que se van cometiendo ilegalidades pero siempre a posteriori, permite a sus patrones (la FIA y las constructoras de coches, y los bancos y las petroleras), otorgar la victoria al mejor postor. Mucho dinero se puede obtener de este negocio, como para dejarlo a su aire. Interesa un reglamente ambiguo, por el simple hecho de que llegado un cierto momento puede interesar interferir en la competición para subir la emoción (y aquí los ejemplos actuaciones arbitrarias son incontables, así que me abstengo de empezar la lista).

Y al final, la última pregunta que queda en mi mente es ¿pero, y realmente todo esto importa algo? ¿Se trata de algo grave, algo que nos perjudique a todos? Pues sí y no. Queda fuera de toda duda que aquí nadie ha puesto su vida en peligro (salvo el mastuerzo de Webber y algún que otro árbitro), y demagogias aparte, todos sabemos de problemas de mayor gravedad. Pero sí que hay algo en todo esto que irrita y con razón, creo. En la vida, digamos real, más o menos todos hemos asumido que la justicia y los gobernantes obedecen a poderes más importantes y convincentes que la población, y el ser humano ha creado una máquina llamada sociedad de consumo o como se quiera, que lo está arrastrando por el suelo sin remisión. En el deporte, como en cualquier otro ocio, le queda a uno la esperanza de que todavía haya reductos en los que se pueda ser testigo de una cierta objetividad u honestidad, de una cierta limpieza. Y da pena que no sea así.
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N. del A: El autor y todos los posibles comentaristas tienen tanto derecho como José Ramón de la Morena a hacer demagogia. Aunque sea de vez en cuando.