martes, mayo 03, 2011

Sergio y Estíbaliz

Sergio, como muchos otros chavales de provincias, se fue a Madrid a estudiar sus años universitarios. La facultad de periodismo de la capital de provincia de turno que le quedaba más cerca de casa no cubría sus expectativas, y mucho menos la capital en sí. Madrid se abría ante él como una puerta al infinito, donde se puede hacer de todo y uno nunca se cansa de ver cosas nuevas. Esto fue lo que le contó a sus padres y ellos le creyeron, o al menos le dejaron partir. Una vez allí, la falta de capital y la falta de ganas transformaron aquel anhelo en un simple hay más bares de los que te puedas imaginar, aunque tampoco aquello estaba mal.

Y fue en uno de ellos donde conoció a Estíbaliz. De Madrid de toda la vida, vivía cerca de la calle Princesa, y todas las mañanas de su vida, desde que era niña, se había despertado viendo por su ventana el Templo de Debod. Sus inquietudes de juventud (o la carencia de ellas) la habían llevado a estudiar Psicología. Estaba celebrando que había terminado los exámenes de febrero con unos amigos. El niño gusano tocaban en el escenario, y Sergio bebía con el codo apoyado en la barra. Ella llegó a su lado, le pidió al camarero un botellín y sacó un cigarrillo. Él le dio fuego.

Cuatro años después, habiendo terminado los dos la carrera y tras cuatro meses de búsqueda estéril de trabajo, los padres de Sergio se pusieron manos a la obra y tiraron de contactos para encontrarle un trabajo al chaval de comercial en una gran empresa local. Él tuvo que abandonar su sueño de ser el nuevo Iñaqui Gabilondo; ella aceptó probar la vida en un pueblo (de unos 200.000 habitantes) y su madre lloró un poco en la estación de tren. “Cuídamela, que es mi única hija” le recordó a un comprensible Sergio.


La vida en el pueblo (Estíbaliz tuvo que dejar de llamarlo así cuando vio que a los locales no les hacía mucha gracia) era placentera para los dos. No se podían negar los beneficios de vivir en una ciudad más pequeña: los pisos eran más baratos, las distancias más cortas, la relación con los vecinos más amistosa y cercana, y los bares y restaurantes mucho más accesibles. Sumando a todo esto que Sergio cobraba bien, aunque también es cierto que Estíbaliz tampoco tenía mucha suerte encontrando trabajo allí, se puede decir que disfrutaban la vida. Salían a tomar un vino casi a diario, solos o con los amigos de Sergio, que recibieron calurosamente a la extranjera, y cenaban fuera unas cuatro veces por semana. Durante el día, ella ocupaba su tiempo en hacer cursos a distancia, en buscar trabajo (y en eso sus suegros hacían lo que podían por ayudarla) y también se encargaba de más tareas domésticas. Él por su parte, aprendía el oficio poco a poco y le empezaba a picar e gusanillo de las ventas, los variables y las primas.

Tan bien les iba que al año decidieron comprarse una casita. En las afueras (pero claro, no muy lejos del centro) y además una verdadera casa, nada de esos pisos en los que se meten hoy en día los chavales en las ciudades, que parecen ataúdes. Tenían su jardincito, sus dos pisos y su azotea, y allí cabían ellos enteros con sus propiedades: la televisión, la nevera, la lavadora, un sofá, una mesa baja, una play 3, una wii, una cama, dos mesitas de noche, dos flexos y siete macetas de maría.

Otro año pasó y ya eran dos sin que Estíbaliz encontrara trabajo, lo que la llevó a pasar del agobio a la desesperación y más tarde y mirándolo por el lado bueno, al desdén que sentía ahora. Afortunadamente los ingresos de Sergio suplían con creces la falta de un segundo sueldo, y su progresión en la empresa era más que notable. El director comercial, amigo de la infancia de su padre bien lo sabía, y no había tenido que interceder lo más mínimo en su carrera; él sólo se había ganado un puesto a su lado, como comercial de exportaciones. El aspecto negativo de todo esto para Sergio y Estíbaliz era que ahora él debía viaja mucho, y cada mes se pasaba una semana fuera en algún país de Sudamerica. Fue a la vuelta de uno de sus viajes que Sergio le regaló a Estíbaliz un perro, Machete. Un precioso cachorro de American Stanford que se comía los pomos de las puertas y las patas de madera de las sillas (lo que arreglaron yendo una tarde al Ikea y comprando media docena de sillas plegables de plástico). Dormía fuera en el jardín (que juguetonamente barrió a la segunda semana y permitió que lo cambiaran por un césped artificial mucho más agradable) salvo la semana que Sergió viajaba, en la que Estíbaliz lo dejaba entrar a dormir para que le hiciera compañía.

Al tercer año la pareja estaba sumida en una más que envidiable estabilidad. Él tenía su buen trabajo, con lo que ella no necesitaba trabajar; una señora les ayudaba con la casa un par de veces por semana y para comer se las apañaban como podían, tirando de los tupper que la madre de Sergio les tenía preparados todos los domingos, día de comida familiar. Machete ya era todo un perro, al que tenían que sacar con su bozal y su correa cogida al cinturón para que no se escapara y triturara cualquier cosa que se le cruzase a su paso. Sergio tenía que viajar cada vez más y los fines de semana que pasaba en casa necesitaba juntarse con sus amigos, cosa que Estíbaliz comprendía. Allí se juntaban media docena de chavales con bandejas de maría, diez litronas en la nevera y el motero de Telepizza que se sabía el camino de memoria. Entre semana Estíbaliz había conseguido terminar el wii sports, el wii sports academy y el wii sports masters gold academy, además de haber conseguido siete medallas de oro en su granja de facebook por su excedentes productivos de zanahorias, maíz y ovejas. Había adquirido la agradable costumbre de tener siempre una botella de vino blanco abierta en la cocina, para cocinar. Los sábados, Sergio y sus amigos habían conseguido que el Barcelona, ascendido a país, ganase el mundial de fútbol en doce ediciones consecutivas, el primer equipo en ganar todos los campeonatos mundiales de medio siglo, un récord histórico sin duda alguna. La vida les sonreía, pensaban al acostarse por las noches.

Cierto viernes por la tarde, Sergio llegó a casa y se encontró a Machete en el salón. Debía de llevar unas cuantas horas encerrado en la casa, porque había tenido tiempo de comerse una pizza (con caja de cartón incluida), abrir la carcasa de la play, esparcir los cogollos por todo el salón y mearse en el sofá. Un mando de la wii nunca llegó a aparecer. Machete, visiblemente relajado, mordisqueaba los restos de un nota que Sergio sólo se atrevió a hojear una vez el perro se hubo cansado. La cogió haciendo pinza con dos dedos, como si aquella nota babada fuera una prueba en la escena del crimen. Ya sólo se podía leer una frase: “… y tampoco me escribas.

Estíbaliz”

Al día siguiente el F.C.Barcelona conquistó su decimotercer mundial de fútbol consecutivo.

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