viernes, abril 19, 2013

El rayo mortal, de Daniel Clowes

Qué majo el bueno de Daniel, metiendo el dedo en la llaga. La cultura underground, “la negra espalda del sueño americano” que diría Marías (y que creo que ya he escrito alguna vez), que se opone al quarterback, a las animadoras y a los negros que llegan a ser presidentes del gobierno. El ser humano es un desastre, la vida es una mierda y la salvación del individuo un mito. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es la muerte. Cinco siglos y seguimos con lo mismo. España es el Lazarillo de Tormes, la clase media americana los villanos y Emilio Botín un señor feudal de esos que viven en torres de cristal en lugar de torres de piedra y ya no mueren de gota, porque van a gimnasios y tienen dietistas. El derecho de pernada también existirá, supongo. Que le pregunten a Berlusconi o a DSK.

Volvamos con Daniel. ¿Recordáis cuándo pasabais los días en el colegio, desapercibidos, ajenos a todo lo que os rodeaba y esperando el día en que todo estallara y no tuvierais que volver? ¿Recordáis a las chicas que os ignoraban y que según Houellebecq os perseguirán toda la vida como a Ricardo III sus fantasmas? ¿Recordáis el día que la chica más guapa de todo el instituto se sentó, para sorpresa vuestra, a vuestro lado en clase de literatura? ¿Y recordáis, acaso, cómo por las tardes leíais tebeos y jugabais con el ordenador, tratando de alcanzar otras vidas? Pues por si no lo recordáis, Daniel viene en vuestro rescate.


El rayo mortal nos cuenta la historia de Andy, adolescente estándar americano que hemos visto en películas y series cientos de veces: el margi. En él, la misantropía campa a sus anchas y no podemos saber con exactitud qué fue antes, la marginación social que recibía de fuera o las ganas de aislamiento que le salían de dentro. Tiene un amigo, Louie, que aunque lo intenta un poco más en esto de socializar consigue lo mismo. El doble de cero sigue siendo cero, chaval, así que, en cierto sentido, fracasa mucho más, pero igualmente la historia se centra en el anodino Andy. Tiene una novia que vive en otra ciudad y no le responde las cartas, vive con su abuelo y salvo Louie, pocas personas hablan con él a lo largo del día.

Andy no participa de los ritos sociales del instituto y poco a poco va virando del desapego al desprecio, poco a poco los otros seres humanos se le hacen insoportables, y entonces llega la magia. Ta-raaaaan. Una caja con objetos que su padre le dejó en herencia antes de morir, y que su malvada tía guardaba sin motivos aparentes; un extraño suceso y la consecuente aparición de los poderes de Andy; una máscara, un traje y ya estamos listos. Andy y Louie ya pueden hacer frente a la amenaza de la humanidad… ella misma.

***

Partiendo de las historias de super-héroes, Daniel vuelve a construir el relato del adolescente inadaptado, que entra en la edad adulta y no es capaz de comprender el mundo que lo rodea. Los ritos y reglas sociales se le hacen extraños y carentes de sentido. No entiende qué rige que algo o alguien sea “guay” o sea “una mierda”, y no se siente contagiado por las emociones comunes. Algo por lo que ha pasado toda persona que haya tenido adolescencia, por supuesto, pero que no por eso deja de merecer ser leído. Clowes pone el dedo en la llaga, sí, y nos recuerda esos años de desorientación, también, pero además nos acerca (no sé si deliberadamente o no) a sentimientos más extremos. ¿Tan lejos están los niños de Columbine? Leyendo El rayo mortal no lo parece. Atención, esto no es una apología de nada, pero siempre hay que defender que para comprender al vecino hay que tratar de ponerse en su piel. Para juzgar sus actos hay que tratar de comprenderlos.

Daniel nos habla de lo difícil que es esa transición de la infancia a la edad adulta y lo extraño que resulta participar en un juego al que no hemos escogido jugar, simplemente nos han obligado, y además viene sin instrucciones. Por si fuera poco, en el momento que comprendemos que el juego no tiene principio ni fin, ni se puede ganar o perder, participar en él todos los días resulta aún más absurdo.


Yo no sabía dibujar, así que no hacía tebeos. Sin embargo, era protagonista de mi propio tebeo imaginario. Mensualmente rotulaba una página en la que contaba qué peligros acechaban al héroe (yo). Los enemigos eran las chicas que me gustaban (las “eses” que dan el plural son deliberadas) según el mes. Algunos de esos enemigos volvían a aparecer y otros no, según esas chicas siguieran apareciendo en mi vida real o no. La numeración del tebeo era la de mi vida real. Un mes por cada mes de vida. Recuerdo que llegué al 200, así que tuvo que ser entre los 16 y los 17. Esas hojas estarán por casa de mis padres, en alguna carpeta perdidas.

Lo haces bien, eres bueno. Pero, la próxima vez, cuéntame algo que no sepa, Daniel.

1 comentario:

CaesarHec dijo...

Buah, ¿¿¿por qué tendremos predilección por las historias de fracasados y marginados???

Podíamos probar nosotros a ponernos la máscara....