domingo, octubre 26, 2014

Boyhood, de Richard Linklater

Aunque hace ya algún tiempo que la película abandonó los cines franceses, no debo dejar pasar la oportunidad de comentarla. Boyhood, el último largometraje de Richard Linklater, resulta sorprendente como poco en la forma, y es que la película ha tardado en rodarse nada menos que doce años.


“Boyhood”, Infancia en castellano, narra la vida de Mason y de su entorno desde que él tiene cinco años hasta que abandona el hogar materno para irse a la universidad. La película carece de argumento específico. Seguimos la vida de los personajes a los que obviamente les suceden cosas, pero al igual que en la vida de este lado de la pantalla, las situaciones se suceden sin sentido aparente y los diálogos consisten en una conversación infinita sin objetivo final. No hay hoja de ruta ni hilo conductor. La vida no tiene guión.

Al principio el joven Mason (Ellar Coltrane) es un espectador de su propia vida. Como todos los niños, vive entre juegos y fantasías, siempre en el presente y sin apenas capacidad de juicio, ajeno a la vida real en la que sus padres se divorcian siendo jóvenes. Él (Ethan Hawke), incapaz de asumir la responsabilidad de ser padre de familia y ella (Patricia Arquette) luchando por afrontar una vida con dos hijos y sin recursos. Acompañamos a esos jóvenes adultos hasta la cuarentena. Los matrimonios de ella y las fantasías de él. Y poco a poco dejamos que Mason y su hermana Samantha (Lorelai Linklater) tomen protagonismo en su propia vida, empiecen a participar, a observar y comprender y enjuiciar al mundo que les rodea. Abandonan la ficción dentro de la ficción para encarar una vida real de ficción. Creo.

La película resultante tiene un cierto atractivo y es que “Boyhood” cuenta con un poderoso efecto visual: el tiempo realmente pasa. Los doce años que cubre la película también recorren las venas de los actores. Los niños crecen y los padres maduran (todavía no podemos decir “envejecen”). Al margen de efectos especiales, maquillaje y horas de gimnasio y dietas absurdas, a veces, la propia realidad de las cosas resulta aún más impactante, pero este efecto tiene un precio llamado paciencia. Todo el equipo ha tenido que guardarse dos semanas todos los veranos durante doce años para permitir que el rodaje pudiera avanzar. Dos semanas durante doce años condensados en 2 horas y 45 minutos.

Si echamos un vistazo al resto de la filmografía de Linklater, la idea del transcurso del tiempo como hilo argumental, la discusión filosófica sobre el sentido de la vida y las escenas corrientes y comunes como únicas escenas posibles conforman su leitmotiv. Ahí está la trilogía rodada con Julie Delpy y con Ethan Hawke (otra vez): Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer; tres películas separadas nueve años que narran tres escenas separadas nueve años y que nos permiten imaginar los dieciocho años transcurridos y no narrados hasta completar casi veinte años de relación entre los dos protagonistas: Jesse y Celine. De nuevo el efecto impactante del paso del tiempo sobre la piel de los personajes dota a la historia de una fuerza especial.

La historia empieza con un encuentro fortuito en un tren y una parada imprevista en Viena. Una noche para que dos jóvenes se conozcan. La vida les espera por delante, los castillos se están construyendo en el aire y el mundo es pequeño y abarcable. Nueve años después aprendemos que la relación se ha estancado y que no se han visto desde el primer encuentro, pero sin embargo el recuerdo de cada uno de ellos ha crecido en la mente del otro hasta convertirse en personajes principales de la vida del otro aún sin estar presentes. Otro encuentro fortuito los vuelve a unir (en una segunda película que es mi preferida, 75 minutos de película que narran 75 minutos de conversación con París como escenario y encadenando un plano secuencia tras otro) para no volver a separarse; dos personas de treinta años que ya han comprendido lo que es la vida y que necesitan asentarse y gracias a un proyecto común lo podrán hacer juntos. La última película (hasta el momento) nos descubre a una pareja en la cuarentena que comparte dos hijas y una vida juntos. Y la vida es aburrida y pesa, y si verse la cara al espejo todos los días cansa ver la misma cara al otro lado de la cama cansa aún más. Pero ya se sabe, las películas románticas acaban siempre al final de lo fácil, lo ingrato viene después, y eso es lo que interesa a Linklater: cómo superar los nueve años de matrimonio y no la primera cita.

Mucho más arriesgada en lo formal, casi película experimental se puede decir, es la sorprendente Waking Life. Filmada con la tecnología de rotoscopiado, diferentes escenas aparentemente inconexas se suceden en las que distintos personajes discuten sobre el sentido de la vida y la diferencia entre lo real y los sueños. “Stream of consciousness”, flujo de conciencia como hilo narrativo, sin otro propósito aparente que alcanzar a comprender aquello que no entendemos por una simple razón: no hay explicación posible.

Pero la filmografía de Richard Linklater no se acaba aquí: Fast Food Nation, A Scanner Darkly o School of Rock se añaden a la lista. Parece que él también tiene su buena versatilidad, aunque no es algo que pueda reprocharle (si School of Rock ha servido para financiar al resto de películas que ha filmado en veinte años no me voy a quejar.) Lo llaman el Rohmer americano. No sé, puede ser. Etiquetas.

Digresión como única forma posible para narrar la vida, una historia o una crítica de una película. Sentarse frente a otra persona, mirarla a los ojos y tratar de ir más allá de las palabras para pasar un mensaje: olvídate del texto y piensa en mí, pensemos en nuestra familia, en nuestros amigos y en nosotros y en a quién le toca pagar esta cerveza, que creo que la última la pagué yo.

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