jueves, noviembre 19, 2009

La indulgente traición de la memoria

Cada vez que vuelvo a Gijón, como es lógico, noto cómo poco a poco la ciudad va evolucionando y se va transformando, noto cómo cada vez que regreso la realidad va cambiando continuamente y me va reservando pequeñas sorpresas.

Así que primero me confunde ella, cambiándome las cosas de sitio. Poniendo sucursales de La Caixa y la Caja Laboral donde antes había tiendas de ropa (tiendas donde yo compraba mi ropa), supermercados donde antes había cines (aquellos multicines en los que celebraba mis primeros cumpleaños), me cambia bares de nombre o de decoración o me quita a una camarera que tenía diez años más que yo para ponerme a una que todavía no ha salido de la ESO. En mis ausencias, la realidad se dedica a marcar cada vez más aceras con un carril bici, cómo si de una paciente araña tirando hilo se tratara. Me cambia calles, aceras, paseos y hasta plazas. En teoría solo cambia su apariencia, pero a cada regreso yo diría que la plazuela y el parchís cada vez están más lejos.

Pero además, he notado que otros cambios se van produciendo en la ciudad, bastante más sutiles. No sólo cambia Gijón en el presente, entre visita y visita, sino que el Gijón de mi pasado y mis recuerdos también se va transformando, y a cada retorno la ciudad es diferente a mis ojos y también lo es en mis recuerdos.

Mis recuerdos, todos ellos como globos de una fiesta de cumpleaños. Muy bonitos, muy variados, de muchos colores y hasta de distintas formas, pero todos ellos tristemente destinados a terminar pinchados, sucios y pisoteados en un rincón. ¿Y entonces qué pasa? ¿Se queda la habitación vacía y el rincón sucio? En absoluto, todo lo contrario más bien. Algún payaso constante y trabajador, probablemente ayudado por alguna de las madres, no deja de hinchar nuevos globos que aparecen ahí, como nuevos, como los anteriores en su estreno, pero que no son los míos. Así es como yo consigo recordar con nostalgia el Varsovia, en el que apenas pasé terminé una docena de mis salidas nocturnas, y sin embargo al pasar por delante del Mavis (en el que regalé tantas tardes de sábados) me resulta invisible o por lo menos, irrelevante.

Olvido los sitios donde solía cenar; olvido el kebab y la Mezzaluna y paso por delante de ellos con indiferencia hasta que llego a los Vikingos, y la siento como si fuera mi hamburguesería de toda la vida. Si lo pienso fríamente, sé que sólo la frecuenté los dos últimos años antes de marchar, pero la ilusión de volver a verme delante del rótulo es real, y para encontrar la Mezzaluna dudaría delante de qué escalera de la playa ponerme. O peor aún, me detengo en el Jamaica para recomendarle sus hamburguesas a mi compañera de piso como si fueran un clásico para mí, omitiendo el hecho de que lo descubrí una vez ya vivía en este exilio.

Paseo por Cimadevilla y me sorprendo deteniéndome en la Plaza de la Soledá, y cualquiera que me viese allí parado diría que ése era mi destino. Ignora el observador que esta plaza evocará recuerdos a otros, pero a mí no puede ser, a mí sólo me puede sonar a alguna letra de alguna canción, y supongo que llegará también el día en que la olvide. Evoco una Semana Negra cultural que jamás disfruté (exceptuando un par de exposiciones), y poco a poco voy perdiendo los recuerdos de aquellos caballitos en los que tantas horas infructuosas pasé detrás de alguna niña que me ignoraba, tratando de captar su atención torpemente.

Pensando acerca de este cambio de muebles en mi memoria, he llegado a alguna conclusión. Sé que por supuesto que no es Alzheimer, ni tampoco pérdida de memoria. Es otra cosa. No se trata de unos recuerdos que yo vaya contando a la gente, con la intención de aportar drama y emoción a mi vida, no. Es otra cosa. Es algo personal, una mentira que me cuento a mi mismo, una traición de mi a mi. Mentiroso y engañado son la misma persona. Además resulta curioso pero, sólo cambian los lugares. Esta memoria cambiante sólo toca el decorado, ni borra ni modifica eventos ni personas. Sé que esta afirmación tiene trampa, pues cada lugar ha de estar íntimamente ligado a ciertos recuerdos, y viceversa. Parece que en definitiva, mi memoria estará premiando a algunos de mis recuerdos sobre otros, mostrándose indulgente conmigo en cierta manera a través de mi pasado, bastante más fácil de cambiar de lo que pensaba cuando era un niño.

Loriga escribió que él le daba mucha más importancia a los sueños que a la vida real de la gente, puesto que los sueños son elección propia y la realidad no tanto. Resulta obvio, dado que aquí lo estoy escribiendo, que mi memoria sí recuerda esto, así que supongo que tendré que acostumbrarme a no sorprenderme tanto la próxima vez que mire para otro lado y al volver la vista, ella me haya vuelto a cambiar un globo pinchado y sucio por otro más brillante.

6 comentarios:

CaesarHec dijo...

«La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla» G. G. Márquez

Voy a hacer como que no leí lo de las tardes de sábado en el Mavys.....

srcocodrilo dijo...

¿Quién ese tal G. G. Márquez y por qué me copia los posts?

Seguro que también tiene un blog...

mitrulk dijo...

Ya que estamos con escritores, Orhan Pamuk trata en su libro sobre Estambul de transmitirnos el significado de la palabra turca "hüzün", que viene a significar melancolía. La ciudad en la que ha vivido toda su vida le produce esa sensación:

"Un sentimiento de dolor ante algo perdido, que la memoria busca recuperar, y de esa búsqueda sólo queda el fruto negro de la melancolía."

igual que tú, siempre que vuelvo a un sitio que me es familiar, y al que asocio de algún modo una parte de mi vida comprendo lo que significa "hüzün".

Incluso el propio sitio en el que vives a veces genera ese mismo sentimiento, en alguna medida. Los que nos hemos quedado en Gijón supongo que algo podríamos escribir sobre eso, aunque quizá merecería su propio post.

CaesarHec dijo...

Joder Miñññ.... te veo un hombre nuevo, como si hubieras crecido una barbaridad en la última semana........ que vericuetos vitales han hecho de tí un tipo más pleno.....

Hace unos días hubieras hecho una enmienda a la totalidad, hubieras espolvoreado un buen puñado de insultos y acabarías exijiendo la intervención de Berto, con su verbo redentor.

srcocodrilo dijo...

No es exactamente la melancolía a lo que yo me refería. Por supuesto que siento cierta nostalgia al revivir felices momentos pasados; pero más que de Gijón, yo diría que siento melancolía por mi infancia.

Así, esa sensación me viene no necesariamente al estar en Gijón, sino cuando estando en cualquier ciudad, veo a un niño pequeño que por lo que sea, sus actos o su aspecto, me recuerda al niño que yo fui. Y yo fui niño hasta que supe que lo ajeno es hostil por naturaleza, y le dije a mi madre que no quería crecer más. Doce años tenía la criatura.

Maldito Elvis Karlsson.

Eso sí, el post se espera, miñññ, se espera.

BJ dijo...

1-. En primer lugar porque para mí es el tema principal de tu texto: aprovecho tu especial mención al carril bici para recordar a todo el mundo que con mi bici plegable las distancias no existen para mí.

Creo que un día deberíamos dedicarnos exclusivamente a hablar de este asunto.

2-. Hace 60 años el parque Isabel la Católica era un estercolero, hoy está lleno de enfermos mentales y niñatos haciendo botellón. Hace 45 años el festival de cine de Gijón era para niños. Luego esos niños crecieron y se convertieron en adultos hostiables que llevan gafas de pasta y bigotillo. Gijón es una ciudad en constante cambio...