martes, noviembre 01, 2011

Parque Nacional de Monfragüe

Con los años, las intensas jornadas laborales y las vacaciones restringidas, uno se ve obligado a asumir un rol que nunca pensó iba a tomar y que siempre menospreció. "¿Cómo puede alguien caer en eso?" nos preguntábamos hace no muchos años, y ahora sin embargo tenemos que bajar la cabeza cada vez que alguien nombra a este detestado gremio por vernos reflejados en el parcialmente. La letra escarlata de nuestro tiempo. Me refiero, como no, a los domingueros.

Los domingueros, ya se sabe, viajan en coche, llevan la tortilla en un tupper y la abuela en un rincón. Tienen coca-cola para todos y siempre fría; sombrilla por si acaban en la playa y manta para hacer pic-nic por si llegan al campo. La barbacoa, el radio-casette y las sillas plegables con estampados a rayas vienen de serie. ¿Cómo transportan todo esto? ¿Alguien ha visto alguna vez a alguna familia de domingueros llegar o irse de algún sitio, o por el contrario parece que siempre estuvieran allí? Lo siento, no me pagan para comprender estas cosas, y la investigación requiriría muchos madrugones en el día del señor.

Así que llegado el puente de Todos los Santos, olé, y teniendo pocas ganas de montarnos en un Ryanair hacia una capital europea llena de domingueros "erasmus", tiramos de manual: Carretera adelante.

Desde donde vivimos, tirando en línea recta y no avanzando menos de una hora ni más de tres, la ficha sólo podía caer en una región, desconocida para mí; en mi mente, una mezcla de Todos los Santos y Jamón, jamón. En la realidad, llámase Extremadura.


Pero bueno, os ahorraré el resto del relato, y me centraré en la pequeña sorpresa que guarda el Tajo, un poco por debajo de Plasencia y antes de entrar en la meseta: El Parque Nacional de Monfragüe.

Es un parque pequeño si lo comparamos con Picos de Europa o Doñana y joven, hasta 2007 no accedió a la calificación de Parque Nacional. Es un ejemplo de fauna y flora mediterránea, en el que abundan los alcornoques, quejigos y encinas y presume de dar cobijo a una gran población de rapaces, y de las poco abundantes en la Península Ibérica cigüeñas negras.

Uno no es un experto en estos temas y no está preparado para sacar fotos de animales en libertad, principalmente porque raramente se los ve a menos que se vayan buscando. No es que los animales en libertad frecuenten las carreteras y los centros de visitantes, precismente. La sorpresa en esta visita fue la facilidad y cercanía con que pudimos contemplar algunos de estos animales. Para empezar, una cigüeña negra nos sobrevoló un par de veces a media docena metros por encima nuestro, pero nos pilló tan de sorpresa que no hubo oportunidad de sacarle foto alguna.

Después, la población de buitres leonados del parque casi alcanza los cien ejemplares, y sus nidos están al alcance de una foto sacada con un móvil. Llegando al cerro donde están ubicadas las ruinas del Castillo de Monfragüe, en un enclave que resulta el mejor mirador del parque, nos paramos casi una hora en una pared cercana para contemplar a los buitres que aterrizaban y despegaban. Los teníamos a escasos diez metros, y el silbido que hacían las alas contra el viento era exactamente igual (aunque en menor intensidad, obviamente) que el de los aviones. Llegaban planeando y a dos palmos de chocar contra la pared recogían las alas para frenar en seco y posaban sus enormes garras en la roca. La foto es mala, y su color de camuflaje no ayuda a verlas bien, pero las teníamos tan cerca...


Y por último, pudimos ver ciervos. Ya por la mañana nos sorprendimos cuando nos salió un cervatillo a la carretera, delante del coche. Se le veía desorientado y trataba de salirse del camino remontando la ladera, pero era tan empinada que se resbalaba y volvía a la carretera. Así le tuvimos que acompañar una buena tirada hasta que por fin dio con el camino de huída.

Más adelante a punto de dar por terminado el día y volvernos a casa, nos acercamos a un par de presas que forman sendos embalses en el Tajo y en su afluente, el Tiétar. Los gustos de cada uno son personales e intransferibles, y uno tiene debilidad por grandes construcciones en sitios inhóspitos o de difícil acceso. Ya se sabe, centrales nucleares semi abandonadas, presas en medio de páramos desiertos, faros en el fin del mundo y cosas parecidas. Así que aparcamos el coche, caminos hacia la presa, y cuando quisimos darnos la vuelta para emprender el camino de vuelta a casa, nos sentimos observados.


Resulta absurdamente potente la capacidad que un bicho de estos tiene para aguantarle la mirada a uno, o lo que sea que estuviera haciendo sin apenas moverse, mirando en nuestra dirección, salvo por un compulsivo agitamiento de una oreja. Así pues, cansados del desafío al que nos estaba sometiendo el animal, y deduciendo que, aunque no podía hablar, de alguna forma trataba de comunicarnos que lo que el quería era pasar por donde estábamos nosotros, decidimos echarnos a un lado del camino.

Mientras tanto, escuchábamos ocasionales berridos que yo creía que procedían del otro lado de la presa y mi compañera opinaba que venían de detrás de la loma, como por detrás del cervatillo.


La criatura de las fotos tuvo que pasar a escasos cinco metros nuestros, y ni me atreví a intentar hacer la foto. Se acercó poco a poco, al principio como disimulando, bajando la cabeza, parándose a olisquear algún matorral, y según pasaba a nuestra altura, sin quitarnos los ojos de encima, se arrancó a trotar hasta pasar de nuestra posición y avanzar unos pocos metros más hasta reunirse con... con su madre y sus tres hermanos.

Mientras nosotros nos quedamos absortos viendo al pobre cervatillo, su madre llevaba llamándole esos cinco minutos que tuvo que aguantar nuestra mirada, y a ella la teníamos la mitad de cerca que a él y ni nos enteramos. Después la madre siguió mirándonos un buen rato, y a pesar de lo inexpresivos que resultan los ciervos, a nosotros nos quedó claro que estaba mentando a toda nuestra familia y a parte de la vuestra, por si acaso.

Luego entramos en el absurdo. Volvimos al coche felices con nuestra experiencia, sintiéndonos unos privilegiados, elegidos por Dios para disfrutar de un momento tan intenso de hermanamiento con la naturaleza, hasta que a la vuelta de la carretera nos encontramos con una docena de coches y una treintena de personas, con sus cámaras con teleobjetivos de medio metro y su trípodes como torres de electricidad, y ciervos por todas partes. A ambos lados de la carretera, comiendo hierbajos y pasando olímpicamente de la gente que les hacía fotos a cinco metros, y pasando también de los coches y de su ruido. Al otro lado del río se veía todavía a la familia que estuvimos a punto de partir, y yo juraría que la madre nos seguía mirando, incluso juraría que todavía hoy sigue pensando en nosotros o en lo que sea que creyó que éramos... pero claro, parece ser que ir a Monfragüe en plena Berrea y cruzarse con ciervos no es un privilegio divino, sino más bien una tradicional costumbre dominguera.

1 comentario:

mitrulk dijo...

Bueno pablo, hay que asumir nuestro papel de domingueros. Lo unico intenta no llevar la tortilla en el taper, yo creo que es posible prescindir de ese detalle casposo.

Es triste que tengamos que sorprendernos de ver animales salvajes, pero asi es la vida de ciudad. Yo al principio flipaba aqui con las ardillas por todos lados, pero despues de ver ciervos, mapaches y hasta un oso negro, todo esto en rutas "cotidianas", me he dado cuenta de que soy un pringao de ciudad.